De todas las normas anunciadas en estos últimos cuatro años, la más escandalosa (y sí, sé que la lista de candidatas sería larga) quizás sea la Ley de Servicios de Atención al Cliente (por cierto, parece que al final se va a quedar colgando en el trámite parlamentario por el adelanto electoral). La norma establece una serie de obligaciones para las empresas en sus relaciones con sus clientes: proporcionar un servicio de atención telefónica personalizado, plazo máximo de un mes para resolver quejas, tiempos máximos de respuesta, multas a los incumplidores etc…
¿Por qué digo “escandalosa”? No por el contenido: aunque hay puntos que serán de muy complicada aplicación o seguimiento, hay otros aspectos que me parecen bastante razonables. Sé que esto suena anti-liberal o anti-empresa, pero dados los nuevos medios comunicación con el cliente, me parece lógico que se establezca un procedimiento de atención que haga que ese cliente no se sienta desprotegido ante el abuso. La libertad de contratación está muy bien, pero cuando es imposible cancelar un contrato o poner una queja (y a todos nos ha pasado alguna vez sentirnos presa del laberinto del contestador automático), todos nos preguntamos dónde comienza y termina esa libertad. Lo del escándalo es por esos asteriscos que el legislador siempre se guarda para sí mismo y que en este caso excluye de estas obligaciones a las administraciones públicas en su trato con el ciudadano. Es decir, Movistar, Gas Natural o Línea Directa estarán obligadas a atendernos en menos de un minuto, a tener un teléfono directo en el que conteste un operador y no un contestador, a respondernos en menos de treinta días… pero la Seguridad Social, los servicios de atención primaria de la sanidad pública o los servicios municipales podrán seguir mirando para otro lado. A ellos no les afecta. ¿En qué momento admitimos esta doble vara de medir por el que la Administración nos obliga a lo que para ella no es más, en el mejor de los casos, que una sugerencia?
Es verdad que no es el caso más grave de este desequilibrio: esa lista la encabeza Hacienda, con todas esas obligaciones que el contribuyente tiene que cumplimentar y con las multas que van asociadas a cualquier error que pueda cometer al presentar una declaración; pero que si las incumple el inspector de turno (que se supone que es el experto y el que tiene toda la información) no suponen más que un encogimiento de hombros y, como mucho, que pierda el caso. Si ganan, ganan; si pierden, no pierden.
Reforma laboral… parcial
Pensaba en todo esto el otro día al ver el siguiente gráfico del último Observatorio Trimestral del Mercado de Trabajo que publican BBVA Research, Sagardoy y Fedea.
Yolanda Díaz planteó la reforma laboral como una necesidad. Un paso imprescindible en la lucha contra la lacra de la temporalidad y la precariedad. Y en el objetivo, le doy la razón: probablemente el principal problema que tiene la economía española (la productividad) está en parte ligado a esa estructura disfuncional y absurda del mercado laboral, en la que los trabajadores y empresarios no tienen las relaciones normales que abundan en los países avanzados. Aquí somos o fijísimos (no nos pueden echar ni con agua caliente y no nos vamos para no perder la antigüedad, concepto disfuncional donde los haya); o temporales sin remedio (encadenando contratos, sin formarnos, sin que el empresario se gaste el dinero en mejorar nuestra carrera…).
Mi diagnóstico es que parte de ese problema nace de aquello que la ministra más quiere consolidar: la protección de los contratos fijos. Y creo que la reforma en realidad sólo lo ha enmascarado haciendo que los que antes eran temporales ahora se consideren fijos-discontinuos. Dicho esto, no creo que haya sido un paso atrás en este punto.
Pero no voy a entrar en ese debate hoy. Lo que digo es que la ministra nos planteó un escenario casi tercermundista por la temporalidad. Pues bien, miren el gráfico: ya antes de 2022, éste era un término que definía mejor al sector público que al privado. Ahora, tras la reforma, directamente hablamos de una excepción en un caso (menos del 15% en el empleo privado y bajando; probablemente se produzca sobre todo en situaciones tasadas y sencillas de justificar), mientras se consolida como la norma en el otro (más del 30% en el sector público). Los políticos señalan a los empresarios como explotadores o seres sin alma que encadenan contratos de poco valor para ahorrarse unas perras. ¡¡Cuando son ellos y sus administraciones los que peores prácticas laborales reiteran!!.
Miren el segundo gráfico: con aquellos temporales que llevan más de tres años en esa situación. Algo de nuevo excepcional en el sector privado pero que ya es mayoritario en el público.
Lo primero que pensamos es el clásico: “Sinvergüenzas”, “hipócritas”, “nunca predican con el ejemplo”… Y sí, está claro que algo de eso hay. Pero no sólo. Por qué tiran tanto de temporales ministerios y consejerías. Pues por tres razones muy lógicas:
- Flexibilidad: la vida es incertidumbre. Todos sabemos que tendremos que ajustarnos a un futuro cambiante y que no sabemos cómo discurrirá. Y en lo que podemos anticipar, también sabemos que nuestras necesidades no son estáticas. Por ejemplo, en verano, en una región costera, los hospitales tendrán más pacientes que en invierno; y es lógico que su servicio se salud tire de temporales o que no forme su plantilla de fijos con el máximo de recursos que necesita a lo largo del año.
- Costes: no le pagas lo mismo a un temporal o interino que a un fijo de plantilla. Y el presupuesto lo agradece.
- Miedo al fijo-fijísimo: el problema no es el fijo… sino el fijo intocable. En España lo único que se puede privatizar de un servicio público es el puesto funcionarial. En la práctica, inamovible. Y eso genera costes; problemas de motivación o dirección; poca flexibilidad para cambiar puestos, horarios, destinos o tareas; etc. ¿Solución? Sólo abrimos plazas de funcionario cuando no queda otro remedio y, mientras tanto, tiramos de interinos o temporales, que salen más baratos, generan menos problemas, son más fáciles de adaptar a los cambios en el entorno y, en un momento dado, incluso podemos recortar si es necesario.
Hasta aquí, lo obvio. Lo que todos sabemos. Lo que es evidente, aunque lo oculten. Porque de esto no hablan ni para poner excusas. Y no les preguntan, lo que es llamativo, porque lo hacen políticos de todos los partidos y administraciones. Como mucho, hacen lo que Díaz: prometer que en un futuro lo reformarán, sin explicar muy bien cómo. Pero en realidad, si lo pensamos es un comportamiento lógico teniendo en cuenta el sistema en el que se mueven. Porque el modelo es absurdo, pero si juegas con esas reglas, es hasta normal que acabes funcionando de esta manera. La sanidad y la educación ya tienen un problema de gasto y falta de eficiencia, imaginen si hacen funcionarios a todos los que pululan por allí.
La pregunta es: ¿qué se creen que es una empresa? ¿No tiene incertidumbre? ¿No tiene miedo al puesto de trabajo más que protegido, blindado? ¿No tiene incrementos y caídas de facturación?
Y digo que no creo que sea tanto por hipocresía (que también) como por puro desconocimiento. La mayoría de nuestros políticos no han visto una empresa ni en foto, ni como dueños ni como empleados. No tienen ni idea de su realidad. Si a esto le sumamos su absoluta falta de empatía con el empresario (al que tratan como si fuera un ser egoísta, malvado y despiadado, preocupado sólo por la cuenta de resultados), todo encaja. Ellos sí pueden: tenernos más de dos meses esperando una respuesta, equivocarse a la hora de hacer la regularización de un impuesto, tener a la mitad de la plantilla como interinos… pueden porque lo hacen “persiguiendo el bienestar del colectivo”. Porque representan al Estado. Porque siguen pensando en términos de soberano-súbdito. Cómo va a ser lo mismo hacerlo sólo por tener beneficios.
Por eso, siempre dos normas, siempre dos varas de medir y siempre a su favor: se creen especiales (y mejores). De todas las ficciones de la política, que sigan pensándolo (y muchos viven en esa ficción) es de las que más me maravilla.
Ah, y un apunte: si el mercado laboral español tuviera una normas mínimamente sensatas, la temporalidad sería la excepción, como lo es en el resto de Europa. Igual que son la excepción y no la norma las empresas que maltratan a sus clientes. Porque se ponen estupendos y ponen normas para protegernos de aquellos a los que podríamos castigar tan fácilmente como cambiando de proveedor. O para modificar realidades de mercado que surgieron como consecuencia de normativas previas. Nunca piensan en cómo protegernos de ellos mismos… un monopolio del que no podemos desembarazarnos por mucho que lo deseemos.
Por: Domingo Soriano
Fuente: libremercado.com