A propósito de un artículo de Argelia Queralt
El «Código Ético para la Carrera Judicial» publicado por el CGPJ les pide a los jueces que sean prudentes en sus manifestaciones públicas, a fin de no comprometer su apariencia de imparcialidad. Esa es una demanda recogida también en otros textos de organismos variados y una, además, que algunos tuiteros se encargan rápidamente de recordar en cuanto ven a un juez expresar una opinión política que no coincide con las suyas.
Por mi parte, yo tengo una postura menos exigente al respecto. Me parece absurdo querer mantener una especie de ficción de que los jueces y magistrados carecen de opiniones políticas y, puesto que sé que las tienen, lo que me puede inquietar, más que el que las manifiesten, es el cómo y el cuándo lo hagan. Así, si veo a un juez expresar una opinión de una forma bien argumentada y ecuánime, me parece más una garantía que un problema. En cambio, me preocupa, y bastante, si lo veo razonar de forma torpe, falaz o sectaria, porque la torpeza argumentativa, la deshonestidad intelectual y el sectarismo son defectos que suelen mantenerse constantes las veinticuatro horas del día.
Y eso enlaza directamente con el cuándo. Pienso que los ciudadanos pagamos a los funcionarios públicos para que sean profesionales y no activistas, y que por eso podemos exigirles que dejen aparcadas sus causas políticas favoritas fuera del despacho y que, una vez dentro de él, procuren controlar sus sesgos ideológicos y regirse por criterios exclusivamente profesionales.
Esa es mi postura y una desde la que vengo observando, con creciente consternación, una serie de manifestaciones hechas por algunos de los recién nombrados vocales del Consejo General del Poder Judicial. Aquí no voy a citarlas todas, pero me centraré en una que me ha parecido particularmente explícita y reveladora: este artículo escrito por la vocal Argelia Queralt, titulado «Primera señal de cambio: una presidenta para el CGPJ».
En ese texto, al hablar del proceso de elección de la persona que debía presidir el Consejo y el Tribunal Supremo, Queralt relata que «los vocales del llamado grupo progresista decidimos que todas sus propuestas pasaran por ser magistradas del Tribunal Supremo y de orientación o tendencia progresista» y, tras describir la dificultad de las negociaciones, se felicita de que finalmente esa estrategia fue exitosa, pues se acabó eligiendo a una magistrada que se ajustaba a ese perfil.
El requisito de que la persona elegida fuese miembro del Tribunal Supremo no me parece criticable. En cuanto al de que tuviera que ser necesariamente una mujer, ya hablé de ello en otro artículo. Así pues, aquí me voy a ocupar únicamente del tercer requisito: el de que fuese alguien «progresista».
A esa exigencia le veo dos graves problemas:
Uno: el perfil que se decidió buscar.
Dos: lo que parece esperarse de esa persona.
Uno: el perfil
Puesto que estoy a favor de que los jueces puedan manifestar públicamente opiniones políticas, (siempre que lo hagan con una cierta prudencia y no como enajenados sectarios), me parece razonable que no se considere un demérito que se conozca su ideología. Ahora bien, lo que me parece un absurdo completo es que nos vayamos al otro extremo y convirtamos en demérito el no haberse significado políticamente.
Y ese es el mensaje que los partidos, con la colaboración de los sucesivos CGPJs, llevan transmitiendo desde hace décadas. Los jueces saben que, para llegar a ciertos puestos, les conviene que su perfil encaje en una de estas dos etiquetas: «progresista» o «conservador», algo que se puede lograr aproximándose directamente a los partidos o afiliándose a unas asociaciones judiciales concretas.
Por el contrario, ser discreto, neutral, no afiliarse a ninguna asociación o hacerlo a alguna de las que los partidos no consideran sus caladeros naturales tiende a convertirse en un lastre.
No es justo. Y me parece, además, un mensaje pésimo de cara a la ciudadanía; un mensaje que no contribuye precisamente a transmitir la imagen de una justicia despolitizada e imparcial.
Dos: lo que se espera de un juez
Argelia Queralt podía haber dicho que su grupo de vocales «progresistas» quería evitar a toda costa el nombramiento de un magistrado marcadamente «conservador» porque temían que este tuviese una actuación ideológicamente sesgada.
Pero no es eso lo que ha dicho. Lo que ha dicho es que querían una magistrada progresista; es decir, neutral tampoco les valía (o no se concebía siquiera que pudiera existir). Así pues, no se trataba de dejar el sesgo fuera, sino de seleccionar el que se quería dejar dentro. Y es difícil entender tanto interés en elegir un sesgo si no es porque esperas que, al menos en algún momento y en alguna medida, acabe por aportar su peso a la balanza.
Y sí, ya sé que habrá quien aplauda esto con las orejas, porque pensará que en este caso estamos hablando del «sesgo bueno», el que coincide con sus propias convicciones ideológicas. Pero, como supongo que ya dejé claro antes, esa no es esa mi opinión. Soy de los que consideran que el camino correcto para que la ideología entre en el Derecho pasa por el Parlamento. Yo no quiero jueces que jueguen a minilegisladores tirando de la ley hacia un lado o hacia el otro. Lo que quiero son jueces que respeten y hagan respetar la ley, incluso cuando esta no coincide con sus convicciones personales.
Y la impresión que me queda es que el mismo CGPJ que por un lado publica guías en las que se les pide a los jueces que cuiden su independencia, su imparcialidad y la apariencia de las mismas, por otro lado se dedica a introducir públicamente incentivos que van justo en la dirección contraria. Los jueces deben parecer neutrales, pero, como nos explica Queralt, se eligen por sus convicciones ideológicas.
Me parece todo un despropósito.
Fuente: neandergrand.wordpress.com 10.09.2024